Primeros de
noviembre en la sierra. Hoy, un inmenso paréntesis azul se ha abierto entre
lluvias otoñales y ha sorprendido al paisaje dormido en la niebla de estos
días.
Decidimos
bajar a ver esa mancha de melojos encendidos que serpentean vaguada abajo
hasta la ladera del río, y que tiempo
atrás, asomado al balcón del último puntal de la ladera imaginaba un lugar
mágico, guardador de algún pequeño tesoro de la naturaleza.
Nos
ponemos a caminar carril adelante, después de un largo y dificultoso descenso,
adivinando veredas perdidas, llegamos al espectáculo de color del arroyo.
Guiados por el sonido del agua y pasado un túnel de zarzas, nos hemos topado en
un rellano con una preciosa cascada, que en leve estruendo, como cataclismo de
cristal, se rompía en un lecho de piedras, continuaba dispersa y loca, para
serenarse luego en una poceta, de la que salía, encauzada y mansa, lamiendo el
viejo tronco de un álamo ya desnudo.
Ha
merecido el esfuerzo llegar hasta aquí.
Nos detenemos
bajo la frondosa bóveda de los quejigos. Inmersos en el entorno, sentimos
cercanos los elementos de la tierra, que como perfumando bálsamo nos distrae y
alivia del cansancio de la marcha. Es un ámbito húmedo de vegetación traspasado
por la luz: de peñas verdinegras que gotean lágrimas efímeras por las briznas
de su musgo. ¡Silencio vivo!. Rumor de agua, susurros de hojas que caen,
aleteos de algún pájaro sorprendido.
Continuamos el
paseo, ahora por mejores pasos entre
olivos sin labrar. Nos acercamos a un enorme pino, que además de servir de
lindero de antiguos predios, nos obsequia con la imagen de un águila, que desde
su nido en la copa, arranca el vuelo
asombrada por nuestra presencia.
Al reanudar la
marcha, nos dirigimos a un pequeño
cortijo abandonado. Sabedores de su intimidad perdida, nos aproximamos,
husmeamos paredones, grietas, vigas
rotas, chimenea caída. ¡Qué sugerente poder de evocación tienen unas ruinas!
¿Levantaron esta casa sus dueños con la ilusión de
tener un hogar en estos parajes?¿Fue capricho de una riqueza sobrante, o por necesidad de tareas de labranza? ¡Cuántos cansancios de jornaleros cobijaron estas paredes! ¡Cuántos solitarios juegos de infancia se confiaron a su arrimo! ¡Cuántas charlas de candela al final del día!...
Nos admira la
sencillez de la vida de antaño. La vivienda, la cuadra, un huerto junto al
manantial; y pensamos: ¡Con que poco se “apañaban” los de antes!
Paramos para
descansar. Del morral, naranjas y nueces y una plática entre amigos. Cerca del
río, enorme, crecido, color de tierra, fluye cumpliendo su irremediable
destino.
Es tiempo de
regreso; ahora pasamos por un grupo de castaños, que en estos días pierden la
melena, tapizando el suelo con un manto de hojas ocres y amarillas.
Ascendemos
lentamente hasta el carril por distinta ruta, no queremos romper el encanto de
las impresiones recibidas.
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